
No queremos cambiar de opinión, al contrario que los monos y otros cerebros sofisticados.
No querer cambiar de opinión, a pesar de disponer de todos los requisitos mentales para hacerlo, tiene que ver con algunos de los grandes descubrimientos neurológicos de los últimos años, sobre cuyo impacto social y conductual no se ha abundado todavía lo suficiente. Estamos apuntando, en primer lugar, al poder avasallador de las convicciones propias, frente a la percepción real de los sentidos. Me refiero al papel desempeñado por las creencias y convicciones heredadas del pasado a la hora de configurar el futuro.
Muchas personas toman decisiones no en función de lo que ven, de lo que consideran bueno o malo, sino en función de lo que creen, de sus convicciones y pautas de conducta. En segundo lugar, las convicciones heredadas no sólo nos impiden comprender lo que vemos, sino algo más inesperado: no podemos predecir el futuro porque únicamente sabemos imaginar el futuro recomponiendo el pasado. Un pasado pergeñado por nuestras convicciones de ahora y arreglado de tal forma que nos permita fabular el futuro.
Ha llegado el momento de corregir este defecto descomunal en la manera heredada de comportarse; una forma de ser no menos cargada de efectos perniciosos que la negativa a cambiar de opinión, definida por nuestra incapacidad delirante para predecir el futuro. O para ponerlo en términos más realistas, nuestra predisposición a pensar el futuro sólo en términos del pasado.