
Vivimos en una época en la que «esperar» se ha convertido en una mala palabra.
Poco a poco hemos erradicado en la medida de lo posible la necesidad de esperar para algo, y el último adjetivo de máxima actualidad es «instantáneo». No podemos esperar a que aparezca el señor o la señora ideal, por lo que quedamos con el primero que pasa. […] En nuestras vidas sometidas a la presión del tiempo, parece que el ciudadano del siglo XXI ya no dispone de tiempo para esperar.
Para su gran sorpresa (y posiblemente para la de muchos de nosotros), pero que pasa si allá donde vas, percibes la misma sensación: «La espera era un placer. […] El hecho de esperar parecía haberse convertido en un lujo, una ventana en nuestras vidas sujetas a horarios apretados. En nuestra cultura del «ahora», de tablets, ordenadores portátiles y teléfonos móviles, los «esperantes» veían la sala de espera como una especie de refugio». Tal vez la sala de espera nos recuerda el arte, inmensamente placentero aunque olvidado, de la relajación.
Los placeres de la relajación no son los únicos que hemos dejado en el altar de una vida apresurada con el fin de ahorrar tiempo para poder ir tras otras cosas. Cuando los efectos de lo que un día conseguimos gracias a nuestro ingenio, dedicación y habilidad lograda a base de esfuerzo se «externalizan» a un artilugio que sólo exige el pase de la tarjeta de crédito o el accionamiento de un botón, en el camino se pierde algo que solía hacer feliz a mucha gente y que probablemente era vital para la felicidad de todos: el orgullo del «trabajo bien hecho», de la destreza, la inteligencia o la habilidad en la realización de una tarea complicada o la superación de un obstáculo indómito.
La capacidad de aprender y dominar nuevas técnicas, caen en el olvido, y con ellas desaparece el gozo de satisfacer el instinto profesional, esta condición vital de la autoestima, tan difícil de reemplazar, así como también la felicidad generada por el respeto hacia uno mismo.
Ningún aumento en la cantidad de un bien puede compensar plena y verdaderamente la ausencia de otro bien de calidad y origen distintos. Cualquier ofrecimiento requiere cierto sacrificio por parte del donante y es precisamente la conciencia de este sacrificio lo que genera en él una sensación de felicidad. Los regalos que no requieren esfuerzo ni sacrificio y que, por tanto, no van acompañados de la renuncia de otros valores codiciados, carecen de valor en este sentido.
El sacrificio, actualmente, significa sobre todo y casi exclusivamente privarse de una suma importante o muy importante de dinero: un acto que puede contabilizarse debidamente en las estadísticas del PIE. Para concluir: pretender que la cantidad y la calidad de la felicidad humana se pueden conseguir centrando la atención en un solo parámetro, el PIB, es extremadamente engañoso.
Parece, pues, que el crecimiento del «producto interior bruto» es un índice bastante pobre para medir el crecimiento de la felicidad. Más bien puede verse como un indicador sensible de las estrategias, por caprichosas o engañosas que puedan ser, que en nuestra búsqueda de la felicidad nos hemos visto persuadidos, engatusados u obligados. De estas estadísticas podemos deducir cuán extendida y fuerte es la creencia de que hay un vínculo intimo entre la felicidad y el volumen y la calidad del consumo: un supuesto que subyace tras todas las estrategias comerciales.
La búsqueda de la felicidad nunca se acabará, puesto que su fin equivaldría al fin de la propia felicidad. Al no ser alcanzable el estado de felicidad estable, sólo la persecución de este objetivo porfiadamente huidizo puede mantener felices (por moderadamente que sea) a los corredores que la persiguen. La pista que conduce a la felicidad no tiene línea de meta.
Los medios ostensibles se convierten en fines y el único consuelo disponible ante lo escurridizo de este soñado y codiciado «estado de felicidad» consiste en seguir corriendo; mientras uno sigue en la carrera, sin caer agotado y sin penalizaciones, la esperanza de una victoria final sigue viva.
Al pasar sutilmente el sueño de felicidad desde la visión de una vida plena y gratificante a una búsqueda de los medios que uno cree necesarios para alcanzar esta vida, los mercados se encargan de que esta búsqueda nunca termine.
La felicidad de disponer de un certificado reconocido y respetado confirma que uno está en el buen camino, que sigue en la carrera y que puede mantener vivas sus esperanzas.